No fue hasta despedirme que descubrí que cada rinconcito, cada estampita, cada souvenir o imán me contaba una historia; una historia que no se relacionaba precisamente con el objeto en sí, pero que igualmente viví.
Por ejemplo, nunca fui a West Virginia, pero recuerdo aquella tarde cuando, con ocho años, me raspé las rodillas jugando en el patio de la bisabuela. Mientras me curaban las heridas, posaba los ojos en ese souvenir para distraerme del dolor.
Nunca supe quiénes eran los de la foto que estaba al costado de la estufa, no sé sus nombres ni compartí comida con ellos. Pero bien recuerdo cómo me espiaban cuando di mi primer beso con la vecina de al lado, que venía por las tardes a hacer deberes a casa.
Jamás supe de qué jardín era el cuadro enorme que estaba al lado de la mesa, pero en mis ataques de ansiedad infantil siempre me hizo sentir que era mi casa. Podía oler sus flores rojas y desteñidas y hasta las confundía por gusto con las del jardín del patio frontal. Hoy todas las petunias huelen a jazmín para mí, y no puedo evitarlo.
Nunca fui a Disney, pero sí me supe meter dentro de una de esas bolas de cristal, esas que al voltearlas nieva sobre la imagen. Pasé tardes y tardes perdido mirando retazos de purpurina, creyendo que era magia, deseando saber cómo se sentía el tacto de la brillantina.
Todo me transportaba a algún lugar, sin importar si yo era parte de la foto, si había viajado a ese destino o siquiera conocía a quien le regaló eso a la casa. Entendí que un mismo objeto, aunque inanimado, puede contar mil historias distintas.
Hoy me toca ser yo ese que hace yo qué sé qué, en yo qué sé dónde, y te prometo que te voy a traer una réplica de la Sagrada Familia para poner al lado de la estufa, junto con la foto de la tía Carmen.
Nunca se sabe cuándo alguien más va a necesitar distraerse mientras le curan las rodillas