Hace varias semanas que vengo en deuda con mi cabeza. Hay un pensamiento pequeño, insignificante, molesto, minúsculo, infumable, trivial, trascendental que se viene gestando en mi cabeza el tiempo suficiente como para haber encontrado la solución pero no tanto como para haberla aplicado.
Una idea lo suficientemente densa como para que su salpicadura no termine de resbalarse por mi sien y caerse cual sudor cerebral. Pero a su vez es una idea de baja opacidad, no requiere una solución inmediata ni representa un problema. 

No me molesta su existencia, pero me inquieta haberlo descubierto.


Yo no se si es una cosa generacional, de vibras -en el máximo jipismo de la palabra- o que le sucede a dos o tres boludos que están en una situación similar a la mía:


Me da paja usar redes sociales.


Te juro que al redactarla me pareció una expresión básica, insulza, digna de pendeviejo renegado de su condición.

Se siente como una estupidez.

Lo es.


El pensamiento en sí no es complejo. Pero el contexto en el cual ocurre, .

No usar redes sociales en esta época, es una declaración de muerte digital. 

Sigue pareciendo una pelotudez, lo entiendo.


Pero en el momento en el cual entendí que en mi vida cotidiana veo más pantallas que caras al día, me asfixió la epifanía de que mi réplica digital es igual de importante.


Me percibí en el universo digital. Entré en conciencia de mi existencia y por consecuente una vida paralela que habita en bytes y pelotudeces hechas por máquinas para hacerle creer a otra máquina que son una persona.


De golpe me vino a la cabeza aquella vez que, de pendejo, sentí miedo de lastimarme al caerme de mi bici a la que hacía poco le habían sacado las rueditas y todavía no dominaba muy bien. No sé cómo fue que mi mente hizo la escalada de un raspón en las rodillas a la muerte, pero ahí estaba yo, pedaleando erráticamente, llorando, porque al doblar la esquina para volver al circuito donde practicaba me había caído la ficha de que todos nos íbamos a morir.

Mi amigo, mi vieja, yo. 

Todos. 

La vida tenía un cronómetro, y yo lo estaba descubriendo seis años tarde.


Perdón por el recuerdo gratuito, pero siento que nada podría haberlo descrito mejor.


Estoy dándole un besito a los 30, a esta edad ya no paso horas al teléfono teniendo conversaciones que no van a ningún lado ni hablando con personas de manera activa.

A su vez, antes, chatear o llamar a alguien era una actividad específica de la vida y no una posibilidad constante. 

Es decir, cuando internet tenía un lugar físico -como por ejemplo la computadora de la familia en el living o a donde llegase el wifi- todavía existía la acción de ‘conectarse’ y por consecuente ‘desconectarse’. 

Era un ritual.


Trabajo desde una computadora que a su vez es personal, o sea que paso 8 horas mirando una pc donde tengo las redes sociales abiertas y por si fuese poco, tengo un pedazo de aluminio y vidrio retroiluminado que está obligado a seguirme a todos lados y cuyo único propósito es generar dependencia mediante ser una herramienta tremendamente útil para todo fin.


Es decir, ya no tengo la urgencia de hablar con nadie en una interacción finita. 

Ya no existen las interacciones finitas, a no ser que sirvan un propósito básico como una pregunta puntual o una reacción a una historia de instagram que no amerita respuesta. 

Ya no le hablo a nadie solo porque me cae bien e interactúo en base a eso. 

Ya hasta lo siento antinatural.

Creo que en general ya no existe el acto de cultivar una relación mediante internet y en parte me parece que está bien. 

Pero en parte nos obliga a que nuestra presencia en la memoria de los demás, nuestra existencia como sujeto en comunidad esté directamente relacionada con nuestra actividad online.


Digo que no uso instagram hace como un año y medio pero lo abro cada tres semanas más o menos para ver alguna historia, para recordar cómo era la cara de aquellos que eran amigos pero las vueltas de la vida hizo que el radio de su órbita y la mía simplemente crezcan y se distancien

Almas que se esconden de la memoria sin motivo particular, pero que irónicamente, mantengo con el cariño intacto de aquellos días en los que flotábamos juntos.

¿Seré uno de ellos? ¿Seré ‘el pibito aquel’ en la anécdota de alguien? ¿Seré ese nombre en la punta de la lengua que se niega a resbalarse? ¿Seré ese cuya existencia se sintió linda de recordar pero es raro escribirle para decirselo?


Eso, ‘es raro escribirle para decírselo’. 

Ahí está ¿La escuchaste? 

Una piedrita mental acaba de darse contra la pared de mi cabeza, otra vez.


Hay un cepo comunicativo -que supongo se agrava porque vivo en otro país- que aparece cuando recuerdo que tengo amigos pero no le hablo a ninguno. Se siente como ese momento en el que me cruzo con alguien que vi un par de veces y me cae recontra bien pero decido esquivar la mirada porque siempre lo vi en grupo y no sabría de que hablarle si estamos mano a mano. 

Así, pero con mis amigos, a los que les conté mis miedos y mis aciertos. 

Los que me vieron ganarme un escalón al cielo y resbalarme al infierno.


Yo creo que es de esas cosas que crecen con el tiempo:


Un día dejé de hablarles porque de repente alguno de los dos estaba viviendo su vida en primera persona y eso implicaba prestar atención a otras cosas.

Otro día me agarró desensibilizado, usando el teléfono simplemente por vicio y se me escapó el escribirle para felicitarlo por algún logro o prestarle el hombro en alguna tragedia.

Otro día me escribió y lo vi en el mismo minuto, pero estaba haciendo algo y me acordé de responderle a las 8 horas. 

Otro día directamente no le respondí.
Otro día le vi una historia en alguna red social y quise escribirle para felicitarlo o prestarle el hombro. Pero como me daba vergüenza no haberle respondido antes, me reduje a reaccionarle a la historia con el emoji que representase el sentimiento más acertado.


Otro día simplemente le di like a la historia.

Otro día simplemente hice click para seguir a la siguiente. 

Otro día directamente me salteé sus historias

Otro día me tocó estar a mi de ese lado. 

Otro día me dejo de aparecer en el inicio. 


Otro día, sin mucho escándalo dejé de publicar en redes sociales. 

Otro día, dejé de mirar los inicios de las redes sociales. 

Otro día, dejé de entrar a las aplicaciones.

Hasta que llegó el día en que directamente las desinstalé.


Aún no eliminé los perfiles por la simple razón de que siento que sería declarar mi muerte. Un funeral intermitente y discreto, celebrado únicamente cuando alguien se acuerde de mi nombre de la manera más aleatoria posible e intente buscarme, pero al no encontrar mi perfil se pregunte si lo bloquee sin motivo o si cerré las redes.


Me niego a morir, pero me niego a ser funcional al juego de internet y a la realidad que hemos pateado debajo de la alfombra durante muchísimo tiempo. 

Esto es parte de nuestras vidas y hemos cambiado nuestros códigos sociales y las formas de relacionarnos.

Se vive bien sin redes sociales; sin mirar únicamente los highlights de las personas, sin intentar proyectar -sin querer- una imágen que sea fiel a tu personalidad, sin querer comprarme una estupidez porque acabo de ver una publicidad disfrazada de producto.


Pero vivir sin redes sociales no implica necesariamente ser una persona sociable en la vida analógica. 

Empecé a escribir sin saber realmente si esto solo me pasaba a mi, pero mientras más teclas apretaba más me convencía de que esto es un síntoma generalizado.

O al menos voy a aferrarme a creer eso para no sentirme mal con mi ansiedad social y que me cueste hacer amigos nuevos. 

Pero también siento que otros se olvidaron como hacer amigos, nunca nadie supo como hacer amigos, era algo tan instintivo que simplemente sucedía.


Hasta que la cultura de la proyección personal y jugar a ser Roberto Carlos ganandose su millón de amigos, atacó.
Y nos tomó por un flanco del que ni siquiera éramos conscientes de su existencia. Eso estimuló un punto de dolor totalmente nuevo como especie.
La virtualidad antes no existía más que en los escenarios imaginarios de quien se inventase (o practicase) una conversación por aburrimiento o nervios. 

Ahora existe en todo momento y vivir en ese mundo ficticio es incluso más importante para poder mantener vínculos sociables saludables.


Amigo ya no nos vemos más.
Amigo, nuestras vidas cambiaron.
Amigo, el mundo cambió.
Amigo, dejé de aparecerte.

Amigo, dejaste de aparecerme.

Amigo, no hablamos hace mucho. 

Amigo, se siente raro hablarte sin motivo en particular. 

Amigo, te recuerdo.

Amigo, ¿Te acordas?

Amigo, estoy vivo

Amigo ¿Estás vivo?


Amigo no estoy muerto, pero tampoco estaré vivo.

Amigo sigo vivo, amigo no estoy muerto.




 

Las promesas pocas veces se cumplen, porque los jóvenes prometedores no solo tuvieron que enfrentarse al peso de poder ser, sino a la vida misma.
No hay mucho misterio, empezas a vivir y de repente tenes que ir alternando las prioridades.
A veces las prioridades y el alma no llegan a un acuerdo, y no queda otra opción que optar por lo práctico antes que lo romántico.


De repente, te vinculaste con personas, amigos, parejas, etcétera, y tu forma de interpretar el mundo cambió, logrando así que tus prioridades también se desordenen un poco. Porque de todas las guerras, la más complicada es aquella que arma trincheras en la cabeza.


¿Te acordas cuando querías cambiar el mundo? ¿Recordas cuando creías tener la potestad suficiente como para hacerlo? La seguís teniendo, el problema es que tuviste que adaptarte. Querías cambiar al mundo, pero a pesar de que te gusten poco los clichés; el mundo te cambió a vos.


Y no está mal, querías cambiar un mundo que no conocías. Ahora que lo conoces, quizás comprendas mejor tus medios y tu voluntad de cambiarlo. Los medios complejos implican mayor voluntad, y no siempre se encuentra el equilibrio compensatorio.


Estoy acá para decirte que no es tu culpa. Sé que recordas el hambre que tenías, sé que todavía tenes el estómago como para comerte el mundo. Lo sé, te juro que lo sé.

Y vas a ser, pero quizás no seas eso que anhelabas de chiquito. Porque cuando eras niño no conocías las estructuras implacables que componen el sistema. No conocías las rendijas o pasadizos por los que hay que colarse para seguir avanzando. Eso toma tiempo, desvíos y desvaríos. Toma espacios, comodidades y concesiones. Toma aire, agua y sangre.


También, las protecciones del crecer te dieron un mayor campo visual, permitiéndote ver hacia los costados. Otra bendición que puede ser una carga. Porque es adictivo mirar al costado, creer que somos caballos corriendo en la eterna pradera de la vida y constantemente comparar nuestra velocidad con la del resto. Mover el cuello hasta que nos duelan los músculos que lo controlan.


Pero, exactamente, ¿hacia dónde estamos corriendo?
Algunos tomamos desvíos, atajos; otros tienen suerte y son remolcados. Además, literalmente, todos esos caballos aparecen en lugares aleatorios de un mundo que, al fin y al cabo, es redondo.


A veces avanzamos tanto que extrañamos el potrero, pero la dicotomía del alma y el dolor de nuestros herrajes radica en que el motor y el motivo de nuestra vida es seguir corriendo. Con el sufrimiento de soportar y la calma de encontrar ciertos oasis donde pernoctar.
Y así, hasta que el corazón no soporte más la carga de los latidos que el ritmo demanda.


Porque quizás podamos movernos más lento, pero jamás quedarnos quietos.





No fue hasta despedirme que descubrí que cada rinconcito, cada estampita, cada souvenir o imán me contaba una historia; una historia que no se relacionaba precisamente con el objeto en sí, pero que igualmente viví.


Por ejemplo, nunca fui a West Virginia, pero recuerdo aquella tarde cuando, con ocho años, me raspé las rodillas jugando en el patio de la bisabuela. Mientras me curaban las heridas, posaba los ojos en ese souvenir para distraerme del dolor.


Nunca supe quiénes eran los de la foto que estaba al costado de la estufa, no sé sus nombres ni compartí comida con ellos. Pero bien recuerdo cómo me espiaban cuando di mi primer beso con la vecina de al lado, que venía por las tardes a hacer deberes a casa.


Jamás supe de qué jardín era el cuadro enorme que estaba al lado de la mesa, pero en mis ataques de ansiedad infantil siempre me hizo sentir que era mi casa. Podía oler sus flores rojas y desteñidas y hasta las confundía por gusto con las del jardín del patio frontal. Hoy todas las petunias huelen a jazmín para mí, y no puedo evitarlo.


Nunca fui a Disney, pero sí me supe meter dentro de una de esas bolas de cristal, esas que al voltearlas nieva sobre la imagen. Pasé tardes y tardes perdido mirando retazos de purpurina, creyendo que era magia, deseando saber cómo se sentía el tacto de la brillantina.


Todo me transportaba a algún lugar, sin importar si yo era parte de la foto, si había viajado a ese destino o siquiera conocía a quien le regaló eso a la casa. Entendí que un mismo objeto, aunque inanimado, puede contar mil historias distintas.


Hoy me toca ser yo ese que hace yo qué sé qué, en yo qué sé dónde, y te prometo que te voy a traer una réplica de la Sagrada Familia para poner al lado de la estufa, junto con la foto de la tía Carmen.

Nunca se sabe cuándo alguien más va a necesitar distraerse mientras le curan las rodillas




Hace 14 años que miro el calendario y me hago la misma pregunta.


¿Cómo carajo me voy a sentir el 15 de Mayo de 2023?


Para quien no me conozca, esa pregunta puede sonar un poco chota o pasajera.

Pero como en mis párrafos me gusta bienvenir a todos, toca explicar.


Hace 14 años, concretamente a mis 13 años; me tocó despedirme de golpe de mi vieja.

Un 13 de Mayo le dije “Chau ma, me voy a dormir a lo de Franco” y nunca más la volví a ver. 


Franco, mi primo, vivía a media cuadra de casa; concretamente en la esquina. 

Era la casa de mi padrino también, era mi segunda casa. No estaba pidiéndole permiso, medio que estaba avisando por cortesía.


Jamás me hubiese dicho que no, una de las mejores cosas que alguien ha hecho por mi fue elegir a ‘El Pino’ como mi padrino. 

Pero sin embargo, ella esa vez me preguntó si estaba seguro.


Yo no se como explicárselos claramente. En su momento, sentí algo raro, su pregunta me incomodó muchísimo sin razón aparente.

Solo me nació decirle “Si ¿Por qué no?”. 

A lo que ella apretó sus labios, desvió la mirada hacia abajo por unas milésimas de segundo y me dijo “bueno, andá”.


Hasta el sol de hoy no dejé de preguntarme si ella sabía que se iba a morir a la mañana siguiente.

Hasta yo en su momento creo que manejé esa idea en la cabeza, fue muy raro como nos despedimos; el quedarme a dormir en lo del Pino nunca fue una cosa tan protocolar.


Por más escéptico que sea, uno intuye cuando la parca anda merodeando a los suyos. 

Meses antes tuve sueños, divagues de imaginación y pensamientos de que eso podía pasar. 

Pero era un niño, a pesar de que en casa nos quedábamos seguido sin pan y desayunábamos violencia; mi imaginación podía ver su muerte o la ceremonia presidencial luego de haberle hecho 6 goles a Perú en la final del mundial, en igualdad de proporciones. 

Nunca lo tomé en serio. 


Pero quizás ella que ya era adulta y tenía muchos problemas y poco tiempo para jugar con su imaginación si pudo verlo. Quizás los segundos que se tomó en marcar esa expresión facial hayan sido de los más largos y dolorosos de su vida. 

Nunca lo sabré y ojalá pueda dejar de preguntármelo.


Lo que sí sé, es que mis últimas palabras no fueron ni un Gracias, ni un Te Amo, ni nada precioso que pueda recordar con orgullo. Sino más bien una pregunta desconectada de su contexto y típica de los últimos destellos de inocencia que me quedaban.


Hoy en día reconozco algunas de las lastimaduras que me ha dejado el trauma y quizás la cicatriz más linda es aquella que se me ocurrió curar con amor.


Esa cicatriz me recuerda sus labios comprimidos, su mirada baja y ccmo retomó el contacto visual para decirme “bueno, anda”.


Esa es la cicatriz que me hace decirle a todos los que veo que los quiero mucho antes de irme o de que se vayan.

Esa cicatriz me invita a acompañar a Sofía todas las mañanas hasta la puerta antes de que se vaya a su trabajo para decirle “Te amo, que tengas un hermoso día” casi religiosamente. Aunque nos hayamos rajado a puteadas 10 minutos antes.


Esa cicatriz me recuerda que no le dije que la amaba. Pero no me juzga.


Esa cicatriz aprendió que si bien me quedaba poco de inocencia, todavía tenía resquicios de la misma y los celebra.


Hoy, oficialmente llevo más años existiendo por mi cuenta, que con mi madre de guía.


Llevo 14 años preguntándome cómo es que sería este día. 

Y lamentablemente para esos 14 Tinfas que hoy se reunieron para ver quien había estado más cerca en la penca; todos le erraron.


Me imaginé de mil formas, pero jamás en donde estoy, como estoy y por sobre todas las cosas: feliz.

Los entiendo a mis colegas de años anteriores, es inusual encontrar felicidad en la solemnidad del duelo. 

Y con lo emo autodestructivo que soy, -y fui- este tampoco era el panorama más factible.


Pero estoy feliz por como me encuentra este 15 de Mayo.

Estoy feliz porque aprendí a valorar las cicatrices en lugar de culparme por tenerlas. 

Aprendí a encontrarles la belleza en vez buscar algún químico que me ayude a borrarlas de mi piel -o de la cabeza-.


He dejado de buscar el orgullo en su memoria. 

He escuchado mil veces la frase “ella estaría orgullosa de vos” y en un punto hasta entré en un espiral tóxico por perseguirla. 

Llevo 14 años tratando de hacer que se sienta orgullosa de mi. Me he esforzado tanto que me olvide de yo estar orgulloso de mi mismo -valga todas, todísimas las redundancias posibles-.


Dejé de pelear con mi decisión de haber ido esa noche a lo de Franco a jugar al play 2 y esperar a que se duerman sus padres para ver alguna teta de canuto en el canal 72.


Entendí que lo intrascendente de porque elegí ir a lo de mis primos no debería agregarle trascendencia al asunto.


Dejé de sentir que le fallé al haberme ido. Acepté el dolor de que nuestra despedida no haya sido memorable. 


Y aunque me cueste imaginar como era ella, aunque los recuerdos -y todo lo que consumí para olvidarme de lo mucho que dolía- me jueguen una mala pasada y no sepa qué me diría ella en una conversación inventada; tengo claro lo que yo le diría:



Chau má, 

Te amo. 
















Eran las 13:50 de una tarde gris en Barcelona, esas que duran 5 semanas.
A esa hora yo había decidido que era una buena idea ir a tomarme un whisky a un bar perdido en el medio del gótico. 
Para las 14:00 yo ya estaba con el vaso sudando sobre la servilleta que cubría una barra con mas años y clientes que capas de barniz.

En este mismo lugar quizás ya estuvieron mas de 60 mil personas sentadas en distintas épocas de su vida. Algunos lloraron por sentirse solos, otros se rieron a carcajadas con sus amigos y alguno quizás solo se quedó en silencio con indiferencia en la mirada y una batalla en la cabeza.

De todas esas personas me vine a cruzar a Pepe, un veterano de unos 55 años que a simple vista parecía llevar una vida bohemia y desprendida de las trivialidades humanas que venían partiéndome al medio.

- ¿Un whisky a las 2 de la tarde? Hay que tener cojones o llevar una vida cojonuda. - Dijo haciéndose espacio a mi lado.

- Hay que estar descojonado - Le retruqué en el peor acento burlón que me salió. 

- Venga, que tampoco es para andar despreciando - Me dijo mientras se enrolaba un tabaco sin desprenderme la mirada. 

- Tá, tenés razón. Martín, un gusto. - Le respondí recobrando el cantito característico del español ríoplatense.

- ¿Uruguayo eh? Ustedes son de mejor genio ¿Qué está pasando? - Replicó, abrazándome de una contención inesperada. 

- No importa, no es nada. Necesidades sin cubrir. - Reboté su pregunta. Acto seguido tomé un trago de whisky para ahogar las palabras que deseaba soltar.

- Así no llegamos a nada eh. Que si quieres te dejo en paz, no hacen falta los modales. - Soltó mientras buscaba el encendedor en su campera de jean amarillenta y desgastada.

- No es eso, evito hacer amistades cuando ando con necesidades. - Dije, entregándole mi fuego que estaba convenientemente más a mano. 

- ¿Y eso por qué? - Preguntó mientras tomaba mi fuego. 

- Porque necesito amistades y cubrir intereses al mismo tiempo. No me gusta mezclarlos. - Respondí con desgano y resoplando.

- No me considero una persona inteligente, tan solo alguien que a raíz de sus experiencias ya no come mierda de nadie. Pero no es que nací sabiendo que mierda no hay que comerse, es que a raíz de tanta cagada engullida, ya aprendí -más o menos- que mierda vale la pena comer y que mierda no ¿Por qué mejor no me permites a mi discernir entre lo que quiero escuchar y lo que no? - Dijo y sonó convincente, no lo voy a negar. 


- Mirá. Por eso no me gusta mezclar amistad con intereses, prefiero toda la vida que si hay intereses de por medio, ya vengan incluidos en el primer contacto. Me ahorra tiempo y me permite visibilizar las relaciones que son estrictamente de intercambio y las que son de amistad. 

No quiero decir que las relaciones de amistad no puedan facilitarte cosas y demás, pero con un amigo tenés una predisposición distinta a compartir otros aspectos de la vida. Yo que sé, sentimientos, miedos, sueños; todo lo que englobe la amistad per se. 

Entonces, si yo vengo a llorarte el hombro porque necesito un refugio de la catarata que puede ser mi vida y al terminar me cobrás el lavado de la camiseta que llevas puesta, me va a molestar.

En cambio, si yo ya sé que llorarte tiene un costo; o elijo otro sitio para llorar o en su defecto vengo preparado para entender que es un servicio que estás prestando. - Dije, creyendo que lo que decía tenía una carga solemne digna del tono de una charla Ted, 

- ¿Pero qué tonterías dices? Eso no es amistad, es alquilar cariño y para eso ya tenemos otras cosas - Dijo mientras se reía con ese tono tonto y burlón que ponen las personas cuando las invade la vergüenza. Había entendido el chiste que quizo hacer, pero no me causó gracia.

- Puede que sea una gilada sí, no lo voy a negar. Pero también es la carga de los problemas, estoy pensando en otras cosas, estoy resolviendo otras ecuaciones. Capaz lo expliqué mal, o capaz el vapor de los problemas están empañándome el lente y concibo la realidad de forma distorsionada.
Sea lo que sea, ya es tarde ¿Un whisky? - Respondí invitándolo a ser mi amigo. 

- Ni whisky ni problemas ni leches. Aquí lo que falta es afrontar la responsabilidad de los problemas. Tu elegiste esto, no pierdas los ánimos porque las cosas no son tan sencillas como esperabas. Y si lo haces, al menos ten la decencia de cargar tu propia culpa. - Dijo mientras buscaba mis cigarros.

Cuando levanté la mirada ya no estaba allí.

- Disculpa ¿Viste a dónde fue la persona que estaba aquí? - Le pregunté al pibe de la barra.

- Llevas 15 minutos hablando solo - Me respondió sorprendido mientras su cara expresaba un sentimiento intermedio entre la lástima y el desconcierto.

- Vaya, me lo debo haber imaginao - Dijo Pepe. 








 I


Me encontré parado al borde de la cornisa en un piso 15, cuarenta y tres metros sobre el suelo.

A mis pies 18 de Julio, la avenida principal de Montevideo; personas, rutinas, problemas y soluciones.

Todos se movían en un patrón preestablecido que no conocía ni controlaba.

Estos, independientemente de cuan atados estuvieran a sus circunstancias, iban campantes de su contexto como si no fueran conscientes del mismo o no les pesase.


No voy a mentirles, al observar tantas variables al mismo tiempo todas parecían insignificantes. Ninguna me parecía llamativa, no había una que por si misma destacase o incentive mi interés.


En mi mente se presentó la posibilidad de que quizás estuviera viendo todo desde un punto demasiado general, es decir, desde mis córneas no eran más que simples píxeles moviéndose en direcciones meticulosamente aleatorias.


Tomé la decisión de acercarme aún más a la cornisa -en un torpe intento- de detallar algún individuo o situación en particular.

Mientras reptaba por el suelo se escuchó una explosión en seco, sin eco.

- ¡¿Un tiro?! - Pensé en voz alta, mientras el suelo se desmoronaba.


Ya no estaba en tierra firme.


Recuerdo haber sentido un cosquilleo intenso, un hormigueo abdominal que fácilmente podría haber confundido con vértigo.

Lo curioso es que mientras más cerca estaba del suelo, del golpe, más lejos estaba de mi cuerpo.

La carne se acercaba al pavimento, cuando me desayuné de que ya no estaba en ella.

Era energía desmaterializada, lista para encarnarme donde quisiese.


Había conseguido el acercamiento que deseaba. Creo.


Inexplicablemente me transporté directamente al cañón de ese 0.38. El motor inicial de mi impulso, la variable peculiar.

Estaba atrapado dentro de un túnel enorme, frío y con una ligera luz al final.

El contexto logró hacerme creer que estaba en la versión cristiana de la muerte; un túnel, una luz, vestigios de gloria y fracasos descansando sobre mi helada piel.


Y otra vez, en un imprevisto adrenalínico, salí impulsado hacia adelante y escupido a una velocidad incontrolable.


Iba directo a la sien de un tipo.


Aún prevalece en mí, el torpe reflejo al que atinó. Donde -supongo que sin querer- quedó frontal a mi trayectoria.

Nos miramos fijamente a los ojos (aunque en mi caso fuese una cobertura simbólica de plomo).

Recuerdo su gesticulación, recuerdo las líneas de expresión que llevaba casi tatuadas, recuerdo sus ojeras ¿Cuantos años, problemas y alegrías le habré ahorrado?


Aún rememoro -desgraciadamente- como me adentraba en su piel con mi coraza. Recuerdo introducirme en su cráneo abriéndome paso entre los tejidos húmedos y tibios que componían su sien.

Perdónenme la crudeza pero mi memoria sensorial decidió asociarlo con algo similar al sexo.


Justo en el momento en que tomé su vida, toda mi esencia se transportó a él.

Ví todo desde su perspectiva, pude apreciar en primera persona sus movimientos oculares.

Observé pasivo la transición de mirar de frente al cañón, para luego; lenta pero fluidamente, perder el equilibrio y acabar mirando al cielo en un movimiento de cámara casi orquestado.


En ese lapso de segundos entre que perdía la conciencia visual, todo se teñía de rojo y perdía las funciones motoras, pude sentir como el tiempo quedaba completamente bajo mi control.

A partir de este punto no sé como explicarlo sin que suene estúpido, pero fui unos segundos hacia atrás.
Sentí un tirón cuya fuerza aún desconozco pero con una increíble determinación nos llevó a mi y a las agujas un casillero al pasado.


Me volví a ver, pero esta vez no estaba en el cañón, ni en la cornisa.

Estaba en dos piernas, respirando, funcional.

Parado en el medio de 18 de Julio, respaldado por un semáforo en rojo.


Llevaba mi mirada perdida, hasta que sentí la suya:


- Dale, decímelo otra vez. Chupa pija - Dijo quien sostenía el arma.


Fijé la vista en él.


- ¿Qué te dije? - Pregunté en desconcierto, pero qué iluso. Solo yo era consciente de ese contexto, el resto me veía como un individuo siguiendo su patrón preestablecido. Una hormiga más.

Para los ojos ajenos, solo tenía la vida en una balanza.

Balanza que dependía solamente de cuanto demorase él en acariciar el frío metal del gatillo.

Ya conocía el patrón.


Supuse que mis intentos dialécticos serían inútiles.

Es extraño, pero cuando estuve en el pasado fue como si estuviese en dos tiempos completamente diferentes y ninguno es al que estaba acostumbrado. Ninguno será el presente.


Nuestras acciones pasaron a dividirse en turnos y tenía más que claro que si no hacía nada; su siguiente movimiento me dejaría en jaque.

Pero aún tenía un peón rebelde ubicado del otro lado del tablero, listo para avanzar y convertirse así en el caballo de la resistencia.


Lo que voy a contar a continuación, hasta este momento sigue sorprendiéndome.


Fue uno de esos momentos donde sentí superar cualquier limitación humana, sentí ser la mejor versión posible dentro de ese microclima.


Rodé al piso esquivando su bala, justo en el momento en el que decidió lanzarla.

Acto seguido cayó un cuerpo inesperadamente desde el cielo y manchó a todo el elenco de sangre. Este había caído justo a mi lado, dejándome así en el centro de la situación.
Su ropa me era conocida pero no perdí tiempo atando cabos. Ya sabía todo lo que había sucedido, estaba sucediendo e iba a suceder.


Los ojos ajenos quedaron con el morbo deslumbrado. Los más ambiciosos de la audiencia sacaron sus celulares para poder capturar el próximo video viral. Los más pervertidos se refregaban contra las paredes; extasiados.

Todos parecían haberse colgado mirando al sol durante unos minutos y ese cuerpo era el punto oscuro donde luego clavarían sus córneas parpadeantes, hipnotizados por la distorsión lumínica propia de encandilarse.


Sentí mis piernas entumecerse de los nervios y tomé eso como una señal para correr.


Y corrí.


Corrí como nunca lo había hecho antes en mi vida, bah, en mis dos vidas.

Ahora me sentía consciente de ambas.

Pero lejos de entender aún más la situación, me llenó de dudas.

¿Era Juan o Nicolas?

¿Tenía 22 o 68 años?

¿Seguía delirando en el balcón o realmente había heredado una vida con la justa cantidad de malas decisiones como para que haya una bala con mi nombre por ahí?


Perdón, me corrijo.

La bala ya no era para mí.


Lo siguiente que recuerdo es que estaba cansado, muy cansado.

Tomé el camino instintivo que me llevaría a casa, pero seguía confundido porque ya no vivía a 43 metros del suelo.

No tuve problemas para entrar, aunque seguía sin concebir ese lugar como propio.

La casa estaba bastante desordenada, no podía ver el piso ya que este estaba compuesto por basura; todo estaba plagado de pulgas sumado al olor del amoniaco y orina de gato taladraban mis fosas nasales.


Por lo que aún retengo, me acosté un miércoles a las 11:50 de la noche, abrumado por el sentimiento de que iba a dormir poco.


Apoyé la nuca sobre la almohada y controlé mi respiración con el objetivo de alcanzar el sueño un poco más rápido.


Inhalé.


- Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis - Conté internamente reteniendo el aire.

- Uno, dos, tres, cua... - Me dormí exhalando.


Bastó un espasmo miclónico para que la sensación de una caída me escupa con la fuerza del desprecio sobre este suelo, suelo que jamás había visto y eso que creo haber visto un montón de cosas a esta altura.


Y así, así fue como llegué hasta acá.